Una pandemia es el ataque a todas y todos por antonomasia. Una afrenta contra la especie humana y, por consiguiente, una posibilidad de poner a resistir -y combatir- a la humanidad en su conjunto contra un enemigo común. Un viejo sueño de la filosofía y la política, nunca cercano a concretarse más allá de imaginativos relatos cinematográficos. Fuera de las películas, los seres humanos no hemos logrado sintetizar nuestra conflictividad por sobre una divergencia de intereses, derivadas de posiciones socio-económicas y culturales irreductibles. No deja de ser representativo de la encrucijada en que nos encontramos que, en el plano cultural, la narrativa se haya desplazado de las épicas historias espaciales de Hollywood a los dramas apocalípticos de Netflix.
En el naufragio humano de la pandemia nos vimos todos y todas en el mismo barco. Y, al mismo tiempo, fue más claro que nunca que no ocupamos los mismos camarotes. El virus nos enfrenta a una enfermedad preexistente que no éramos suficientemente capaces de reconocer. La desigualdad social, económica y cultural, que se condensa en última instancia en desigualdad política, nos obliga a repensar y a actuar para reformular el modo en que el reconocimiento y el poder están distribuidos en nuestras sociedades.
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